El lunes de esta semana inicié un ayuno de 21 días, promovido por mi congregación. Cada vez que vivo un ayuno así, tengo grandes expectativas y peticiones, y suceden cambios enormes en mi vida.
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Sé que durante un ayuno, mi carne muere, mi yo muere, y Dios es quien en verdad vive en mi vida. Si puedo morir al deseo de comer tantas cosas -un apetito tan primario- puedo morir a mi carácter también.
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Ahora deseo que mueran muchos miedos que tengo, que vienen del pasado. Miedo a crecer ministerialmente, y especialmente a tomar un micrófono en público (ya lo he hecho en radio, de uno a uno en el booth de Expolit, en sesiones de consejería, expresándome por escrito en este blog y artículos que escribo, pero hay algo de mi pasado que aún me hace desconfiar de hablar en público).
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Quiero que muera mi temor a construir relaciones permanentes. Quiero que se afianze en mí la identidad sexual que tanto aprecio ahora. Deseo una victoria más en el proceso convertirme en un hombre lleno de paz, que puede vencer pensamientos negativos. Quiero que se solidifique en mí el perdón.
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Deseo construir nuevas estructuras ministeriales, y fortalecer algunas áreas que considero débiles, y quiero influenciar a otra gente. Deseo incluso que este ayuno me de la fuerza interna para subir mi nivel de rendimiento al hacer ejercicio y que me mantenga disciplinado al comer, pues es parte integral de mi crecimiento.
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